
Pepe Gutiérrez-Álvarez
En la narración biográfica de Joan Rodríguez que se tituló Elogio de la militancia, se puede encontrar un capítulo estremecedor…
En la narración biográfica de Joan Rodríguez que se tituló Elogio de la militancia (*), se puede encontrar un capítulo estremecedor, el que le tocó vivir en un orfanato franquista a lo largo de los años cuarenta, una experiencia estremecedora para una criatura, y sobre la que muy pocos alcanzaron más tarde el ánimo y la capacidad suficiente para poder recordar. El propio Joan apenas si solía contar estas cosas hasta que a la hora de trabajar el libro, su memoria comenzó a bullir. Éste es –sintéticamente- su testimonio…
Comenzaré por mi nombre.
Mis apellidos, Rodríguez y Martínez, son tan comunes que se prestan fácilmente a confusión. Sin embargo, si me permiten, les diré que a pesar de su normalidad, esconden muchos más vericuetos y vicisitudes de los que pueden imaginar incluso quienes mejor me conocen. Todavía más, creo que encierran materia suficiente para, de haber tenido una pluma con un mínimo de vuelos, poder escribir unos cuantos volúmenes llenos de dramatismo y acción a la manera de aquellos novelones de antaño. En ellos descargaría a gusto todo lo que me pesa en el recuerdo, aquellos sucesos propios de la literatura llamada de cordel, en la que los protagonistas eran, casi invariablemente, bastardos, hijos expósitos, no reconocidos, y se veían envueltos en historias más grandes que ellos. No fue otra cosa lo que me sucedió a mí a lo largo de los años sesenta y setenta, en la resistencia comunista contra la dictadura franquista.
En nuestro ambiente más cercano, historias como la de mi infancia corresponden más bien a situaciones que identificamos como de los países más empobrecidos, y algo de todo ello he visto directamente, en mis sucesivos viajes, en El Salvador y Nicaragua. Sin embargo, la que me tocó vivir en el Hogar de «La Redención» estuvo presidida, aparte de miserias sin cuentos, por una situación de totalitarismo agobiante, en la que ser pobre y además bastardo era algo digno de desprecio o, en el mejor de los casos, de compasión. En nombre de Dios y de España, en aquel lugar nos dispensaron buenas raciones de hambre y palizas, sin olvidar las sobredosis de adoctrinamiento patriótico y religioso. Al cabo de los años he podido comprobar que muy pocos de los que sufrieron tales experiencias tuvieron ánimo para contarlo. Otros simplemente sobrevivieron escondiendo la cabeza bajo el ala, como los avestruces, aunque, por otro lado, la verdad es que en aquellos tiempos, aunque fuera en otro grado, esta actitud era aplicable a buena parte de la clase trabajadora. La derrota resultó tan devastadora que la inmensa mayoría de los vencidos no quería ni plantearse alguna forma de protesta y exigencia: permanecía sometida, atada a sus miedos y su incultura.
De aquella experiencia apenas he podido encontrar algunas pistas en los libros de historia. Si acaso, las viñetas de Carlos Giménez sobre el Auxilio Social, con el título de Paracuellos; Tangüy, la obra del novelista hispanofrancés Michael del Castillo, que sufrió las consecuencias de ser un huérfano republicano, y que he leído con los ojos empañados, e incluso, ya más tangencialmente, los recuerdos del gitano Mariano Vázquez Marianet, que fue secretario general de la CNT durante la guerra y dejó un estremecedor testimonio sobre su infancia en los Hogares Mundet, con situaciones muy turbias de las que afortunadamente yo me libré. Desconozco si se han realizado estudios sobre este tema, que más bien parece que se haya querido tapar. Así ocurre, por ejemplo, en una reciente historia de Berja, una localidad almeriense donde transcurrió parte de mi infancia, que abarca la época franquista. Apenas llega a las puertas del Hogar y no entra en el menor detalle sobre lo que allí ocurría, seguramente para no molestar a mucha gente «importante» y responsable que sigue viva. Quizá por ese silencio cómplice me dan a mí todavía más ganas de hablar, aunque sólo sea para librarme de la sensación de ahogo que me producen los recuerdos de aquel pasaje tan oscuro de mi existencia.
Se trata, sin duda, de una experiencia de las que marcan negativa y a veces definitivamente toda una vida, y acaban por arruinarla. Pasar la infancia en un centro en el que el hambre, los malos tratos, la disciplina casi militar y el miedo son las reglas, donde te hacen olvidar quién eres y de dónde vienes, donde no sabes lo que es una atención y menos una caricia, pues se te considera escoria, es algo que te puede desgraciar la vida. Trabajo me ha costado que no fuera así.
He podido averiguar que experiencias como la mía tienen un nombre, dado por el psiquiatra, etólogo y escritor francés Boris Cyrulnik, hijo de una familia judía emigrada de Ucrania, y que con sólo cinco años contempló cómo sus padres eran deportados y asesinados por los nazis. Fue un superviviente del Holocausto que conoció los orfelinatos y el vagabundeo cuando se escapaba de ellos, y pudo haber acabado igual que tantos otros, como un marginal y un asocial, si no hubiera encontrado una familia que lo ayudó a recuperar su autoestima, aquélla de la que había gozado con sus padres. A esta capacidad de recuperación psicológica de un niño sometido a situaciones de negación extrema, él la define como ‘resiliencia’, palabra que no había oído hasta que alguien me habló del autor de Los patitos feos. Los diccionarios definen este término de origen latino como «resistencia de un cuerpo a la rotura por golpe», pero Cyrulnik le añade el significado de «la capacidad del ser humano para reponerse del trauma y, sin quedar marcado de por vida, ser feliz».
Supongo que el concepto debe abarcar casos muy diferentes, y yo lo precisaría desde mi propio punto de vista. Creo que resulta muy difícil, incluso en el mejor de los casos, que no queden marcas. No hay más que ver cómo una persona que fue mordida por un solo perro cuando era niño, siempre temerá la cercanía de uno de ellos. Por otro lado, me gustaría que la felicidad fuera algo más asequible, pero por lo que he visto en mi vida, a lo más que puede uno acercarse es a desarrollar una capacidad para «luchar por la felicidad», y lograrla en mayor o menor grado. Puedo dar testimonio de muchos momentos felices, algunos de índole particular, otros cuando el pueblo respondía. Cyrulnik también precisa que no se trata de «resistencia», o sea de soportar un golpe, sino de recuperar el desarrollo, algo que no siempre está al alcance de cualquiera, pues no todo el mundo tiene la fortuna de encontrar una alternativa familiar satisfactoria.
A diferencia de Cyrulnik, yo no conocí directamente las consecuencias de la guerra, aunque sé de muchos hijos de republicanos que podrían contar historias muy parecidas a las suyas. En mi caso, no pude disfrutar de la experiencia de haber tenido unos padres que te querían al menos durante los cinco años que los tuvo él. Tampoco supe lo que era el vagabundeo, o sea que no conocí la vida fuera de las paredes de «La Redención». Los orfelinatos o centros de acogida que él conoció no debían ser mucho mejores que el mío, ya que muchos trataban escaparse, pero dudo que fueran peores, entre otras cosas porque en mi caso ni siquiera se te ocurría adónde podías ir. Si la resiliencia se produce cuando un niño traumatizado encuentra un punto de apoyo en vez del reproche y el menosprecio, mi experiencia sobrepasa la infancia.
Tuve que esperar muchos años para encontrar ese punto de apoyo, al menos de una manera clara. Antes de ese momento las muestras de reconocimiento fueron muy limitadas y esporádicas, apenas si llegan a tener un rostro en mis recuerdos. De hecho, no llegaron hasta la adolescencia, que viví como un trabajador adulto, y se fueron reforzando gracias a una suma de actitudes positivas de una parte pequeña de la propia familia, de una primera compañera...Pero nunca resultó tan palpable, tan evidente, como en el momento en que me convertí en un tribuno de los míos y abracé la lucha social al lado de otros y otras que hicimos del antifranquismo (y en nombre del comunismo de los sueños) nuestra causa personal.
Ahora quiero explicar por qué todo el mundo me conoce por el nombre de ‘Joan’ y no por Juan, algo que para alguien que ha nacido en Abrucena (Almería) se puede y se debe interpretar como un pequeño manifiesto de catalanidad porque, sin renunciar a las primeras raíces, no tengo la menor duda de que he acabado siendo más de aquí que de allí. De hecho, cuando he vuelto a mi tierra, y la he visitado con mayor asiduidad en los últimos tiempos, ha sido, principalmente, para recuperar esa parte de mí que durante mucho tiempo soñé con amputarme. Necesitaba recomponer algunas de las piezas que me faltaban del puzzle que había construido desde que el padre que nunca dio la cara me pagó el billete en un vagón de tercera, allá por el año 1953, cuando todavía no había cumplido los quince años.
Hasta esa edad tuve que esperar para ver el renacer de mi autoestima, que comenzó a producirse en Terrassa, Barcelona, Cataluña. En el hatillo que traía como equipaje ya estaban los primeros augurios del rechazo a una España terrible que me había tratado como a alguien indigno. También en Cataluña se me siguió marcando con esa especie de estrella de David del bastardo, al menos durante la primera época, sin duda la peor. Más tarde, como parte de mi propio impulso, me convertí en Joan. Con ello estaba dando un nuevo nombre a una nueva persona. Aquel Joan inició una afanosa adopción lingüística, tarea nada sencilla para alguien con tan pocas letras y que siempre se ha ganado la vida haciendo muchas horas de paleta. Mi bilingüismo contenía, sin saberlo, el registro de una conciencia de la adopción catalana. De ahí que, cuando creé mi propia familia, el catalán pasara progresivamente a ser la primera lengua, y por lo tanto, la de mis hijos.
Para hacer ese camino hubo un vehículo básico: el duro trabajo. Por eso, cuando en los carteles del PSUC apareció mi compañero Luis Romero mostrando noblemente sus manos y diciendo mientras miraba de frente aquello de: «mis manos, mi capital...», me sentí plenamente representado por aquel contenido y por aquellas siglas. Nunca, hasta fechas muy recientes, había tenido nada. Nada. Ni padres, ni hermanos ni otros parientes. Lo que se dice nada. Apenas me crucé con algunas personas cariñosas, sobre todo en la medida en que fui creciendo. Cuando llegué a Terrassa no tenía dónde caerme muerto. Pero al menos había trabajo, y estaba mejor pagado que en el pueblo. Eso sí, en condiciones que hoy en día pueden parecer increíbles, aunque, tal como van las cosas, quizás ya no sean tan raras porque los avances sociales no se han traducido en una disminución de los accidentes laborales, naturalmente entre los obreros, en su mayoría casi tan precarizados como en tiempos de Franco. Claro que, ahora, al menos se contabilizan. Antes ni eso, no merecían ni una nota en los diarios. Podías estamparte en el suelo y calificarlo los de una obra cercana como «cosas que pasan». Como tantos otros y otras supe lo que eran los destajos, de manera que durante no poco tiempo llegué a creer que mi vida era el trabajo y nada más que el trabajo. Así podría haber seguido, hasta el agotamiento físico, pero había algo que quemaba por dentro.
Supongo que aquella brasa significaba que aún no me daba por derrotado. Pensaba, a mi manera, que la vida podía ser otra cosa, así que busqué a tientas mi propio camino. Primero, por supuesto, con una compañera y los primeros hijos. Era lo propio, lo que correspondía, y había una mujer buena y agradable que estaba por mí y merecía mi atención. Pero, con ser un paso, no se trataba más que de un comienzo. El dedo del destino me colocó en primera fila para contemplar la famosa (menos de lo que debiera) huelga del «ejército de las bicicletas», producida en Terrassa en 1956, cuando faltaba todavía más de una década para que la dictadura comenzara su acelerado declive, en un tiempo en el que ésta aún gozaba de total impunidad. Aquella huelga fue una gesta para la leyenda protagonizada por obreros como yo, compañeros desconocidos de los cuales me gustaría hablar, contar al menos una parte de lo que aprendí con ellos, sobre todo el ejemplo que nos dieron de que, al contrario de lo que se decía en el título de una película española de entonces, había un camino a la izquierda.
El PSUC de Terrassa no era en aquel momento menos revolucionario de lo que habían sido sus ancestros libertarios. Desde finales de los años cuarenta, y a lo largo de los cincuenta y sesenta, llegó a desafiar a los patronos más reaccionarios del Estado, a las autoridades, a la brutal represión. Cayó pero se levantó, y protagonizó toda clase de acciones reivindicativas. Fue una punta de lanza, y esto gracias a numerosos militantes anónimos. En un principio, todos ellos y ellas eran inmigrantes, obreros manuales sin apenas instrucción, comunistas con la fe del carbonero pero capaces de levantarse de nuevo después de una caída con todas sus secuelas de dolores y miedos, de movilizar tajos y empresas, encabezar manifestaciones, aguantar las cargas despiadadas de la policía y sacar pecho ante el mosquete de la Guardia Civil. Aquellos luchadores, por su entrega y capacidad, encontraron un reconocimiento auténtico entre los trabajadores anónimos, pero también en la Iglesia de los pobres, aquella que nacía a espaldas de los capellanes militares, animada por los curas militantes, en las juventudes obreras católicas. El resultado fue la puesta en práctica de un diálogo cristiano-marxista fraguado contra la represión que dio lugar a movilizaciones que, por su radicalidad y amplitud, convirtieron –y esto lo escribo con orgullo– a Terrassa en una formidable avanzada del antifranquismo y de lucha por los derechos sociales.
Hoy no tengo dudas de que más allá de cualquier otro motivo, incluyendo el más próximo, el familiar, mi identidad como bastardo, obrero y comunista se cinceló en la «tropa» del PSUC de Terrassa, donde me metí en toda clase de «fregados», intervine en el impulso de Comisiones Obreras, realicé viajes por Europa como portavoz de los obreros comunistas, me entrevisté con mis hermanos vietnamitas, hasta con el propio Santiago Carrillo. Y en medio del frenesí de quien, con todas sus dificultades culturales, era bastante consciente de que estábamos asistiendo al final de la odiada dictadura, me enamoré por primera vez en mi proba vida, como un adolescente, y fue entonces cuando conocí una dimensión desconocida de la palabra enamorarse.
Como tantas otras circunstancias de mi vida, tampoco aquél fue un romance sin dificultades. Interfería con mi propia historia, con el hecho de no haber vivido en mí hasta entonces, con la existencia de una familia, dos hijos y una mujer a la que agradecía su soporte más allá de los miedos y de todo lo que podía pasar cuando otros caían, y que incluso había tolerado que en casa habitara también una «vietnamita». Sin embargo, nada me podía contener, ni siquiera la incomprensión de aquellos camaradas capaces de jugarse la vida por la libertad y el socialismo, pero, en su mayoría tanto masculina como femenina, con una mentalidad tan conservadora que acabaron provocando mi «exilio» justo después de asistir a una primera convocatoria de la Asamblea de Cataluña junto con Pere Portabella.
Para vivir mi nueva relación de pareja me sentí obligado a marchar de Terrassa, y acabé instalándome en Vilanova, donde todo comenzó otra vez, con el mismo ritmo de acción pero con un nuevo aire, porque los setenta fueron ya otros tiempos. Aparecieron nuevas hornadas de resistentes y fue la hora de la Asamblea de Cataluña, un proyecto con el que me identifiqué y del que tuve unas impresiones muy precisas, que he encontrado explicadas entre mis papeles, y que me permito citar: «Los acontecimientos políticos que en el terreno unitario se han sucedido durante estos últimos meses nos aconsejan meditar de una forma específica este aspecto de nuestro combate. Tanto más cuando los acuerdos, los compromisos y las alianzas tienden a hacer converger a todas las fuerzas de una u otra forma en el enfrentamiento contra la dictadura y apuntan hacia la realización de uno de los centros de anudamiento en donde debe apoyarse el triunfo de la política de la clase obrera, de todo nuestro pueblo, frente al intento desesperado del Régimen de consolidar el neofranquismo. Los esfuerzos unitarios y la obtención de un compromiso temporal con todos los grupos políticos y fuerzas democráticas deben asegurar las libertades políticas...».